Si la
naturaleza humana es, valga la redundancia, por naturaleza individualista, y
tiende a desplegarse en manifestaciones egoístas frente a los deseos,
necesidades e intereses de los demás, obligatorio era desde los principios de
la historia del hombre buscar una fórmula de convivencia que redujera los males
de ese estado de conflicto y hostilidad permanente en que viven los
individuos para satisfacer sus propios
intereses.
Bajo ese contexto, la justicia como
construcción del hombre surgió desde sus primeros andares en la tierra, como
esa posible fórmula inmaterial o abstracta de entender que la única manera de
fomentar una convivencia pacífica entre los hombres era mediante el respeto
mutuo a los derechos de cada uno, hasta configurarse en una impronta universal
legalista, esto es, un medio para poner orden y aplicar sanciones.
Sin embargo, esta tendencia a
considerar o confundir la justicia con la legitimidad de una norma y su
aplicación universal, conlleva a tomar en consideración otros aspectos
(históricos y culturales) que legitiman la justicia bajo parámetros diferentes
a la legalidad.
La observancia y el respeto a la ley
de ninguna forma deben ser vistos como sinónimo de justicia, so pena de sufrir
desgracias emocionales y/o existenciales. En efecto, el establecimiento de
ciertas reglas de convivencia, leyes o normas, donde los derechos esenciales de
cada miembro de la sociedad sean respetados, no debe ser confundido con
aspiraciones de justicia, pues el establecimiento de dichas reglas atiende
únicamente al fin de mejorar significativamente la convivencia entre los
individuos y brindarles tranquilidad social, así como fomentar la cooperación
colectiva.
En
cambio, la justicia carece de realidad material, ya sea como principio, valor o
fin último del derecho o del Estado, el término justicia adopta distintos
ropajes en diferentes ideologías políticas, y estas ideologías adoptan la
noción de justicia de manera que se adecue con mayor facilidad a su aspecto
preferido. Por tal razón, la justicia como concepto principal que estructura la
vida pública, es uno de los más difíciles de determinar, y casi imposible de
llevarlo a la práctica satisfactoriamente; de modo que, dejando de lado su aspecto legal y/o jurídico, la justicia
siempre ha sido considerada como un fenómeno indefinible, pero que es dado e
incontrovertible en la sociedad.
Ante ello, cabría preguntarse si el
término o medio que permite y/o garantiza en mayor grado esa verdadera
convivencia pacífica en cualquier sociedad es realmente la justicia, o es acaso
la legalidad.
Al respecto, me parece que la legalidad, entendida como
ese conjunto de valores, percepciones y actitudes positivas que el individuo observa
hacia las leyes y las instituciones que lo ejecutan, funcionaría mejor como un
mecanismo de autorregulación individual y regulación social, que exige por
parte de los ciudadanos una cierta armonía entre el respeto a la ley, las
convicciones morales y las tradiciones y convenciones culturales.
Mtro. Roberto Hernández Treviño
Director Jurídico de Asconjur, S. C.